sábado, 14 de mayo de 2016

Navaja

La sangre, se arremolinaba roja y espesa abajo, fluyendo y corriendo entre las piedras, entre las setas salpicaba, entre las largas hojas de otoño dejaba su marca, su olor, su sabor a pocas ganas de vivir. Se unían mil elementos en su camino, la acompañaban en su incesante andar, toda elegante con su vestido rojo, que era infinito, nunca dejaba de crecer, nunca paraba de gotear. Se hundía un poco más en la tierra, cual planta, como si quisiera echar raíces, sin embargo lo único que conseguía era crear un estanque sombrío, que lucía sus colores cobre, anaranjado y amarillo, como un atardecer ostentoso. Por cada pequeña hebra rojiza que se precipitaba desde la herida al suelo, había un rebote de mil colores, que se deslizaban de vuelta a unirse en su torrente, a cada segundo iba fluyendo la vida sin control, a cada momento la pena se escapaba a gritos de las venas hinchadas de tanto no poder llorar.
La herida estaba intacta, un corte tan perfecto, tan bien ejecutado, aún guardaba el hedor del arma homicida, como quien guarda la foto de un viejo amor que probablemente nunca le quiso. Aún estaba húmeda de lo cerca que habían estado los dos cuerpos para poder llevar a cabo esta traición premeditada, el uno al otro. Aún estaba fresca, la estocada duró menos de un segundo, pero fue letal, precisa y certera en su intención de quebrarme; duró menos de un segundo, en el que pasaron tantos años en que los amores florecieron y se apagaron. Se retuerce, con su viscosa originalidad, se va rizando con su rosácea pulcritud, late y fluye, escucha y susurra también.
Las palabras que me dijiste no se me van a olvidar tan fácil. La navaja que usaste para asesinarme, tampoco. Fue tan obvio que desde el principio supe que tu abrazo era una trampa, pero me negué a creerme, me dije que no puede ser que a la vida le encante jugarnos tantas bromas de mal gusto y cual adolescente me dejé envolver, bajé la guardia un segundo y tu cuchillada me llegó justo por debajo del estómago, subió por mi cuerpo y me atravesó el corazón, me explotó en la garganta, me ahogué en sangre, me quedé inmóvil, cuando viniste a reclamar y acusarme de tus manos ensangrentadas, yo no hice nada, me quedé inmóvil, de todas formas, habíamos sido dos los que compartimos este abrazo mortal.

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