Soy una mancha de vino tinto en el suelo pedregoso, podrida
entre tantas otras noches que me han visto manchada de tantas vergüenzas que,
la verdad, no siento. Soy los colores de mil almas que tuvieron que pasar
descoloridas entre la multitud gris y ordenada. Soy lo que mi madre me dijo que
fuera, una niña-bien, una corbata estrangulada al cuello y el cabello tomado,
cortado, violado. Soy lo que me enseñó la vida, el infinito girar de las ondas
que nos llegaban tarde y con miedo nos decían que la lluvia de piedras bíblicas
caerían sobre nosotras si nos poníamos al mismo nivel que las que estaban
abajo. Nuestra reputación los precedía, éramos los hijos de Adán hechos a la
semejanza del Dios perfecto, todopoderoso, hombre y sin pecados por castigar.
Las otras vírgenesmarías, no eran una vil copia de la Eva sinpoder, de la Eva
entre las flores, siempre tan inmaculada entre la eterna primavera que es tu sexo,
tan presente, cuando todos cierran los ojos para no ver que lo tienes, pero ahí
está, sin pecado concebido, una niña-bien, sin colores más que los de las
flores que te recorren las curvas que volvieron loco a Adán.
Soy los bosques de mi tierra, soy las fuentes de agua
cristalina de las montañas, con tantas hebras donde hasta los más cautelosos se
perdieron, soy las luces de este universo, tan infinitas, tan incontables, soy
el resultado de millones de años de una constante lucha por la vida y henos
aquí tan erguidas sobre los tacones altos, tan ungidas en los lazos que nos
unieron a la vida correcta, a la vida que nos tenían preparada, nos sirvieron
nuestra libertad en vasos de Coca Cola y nos dijeron que miráramos arriba y
abajo y viéramos lo que nos tocó, que tomáramos la ropa de esclavo que nos
correspondía, según lo que nos colgara (o no) de entre las piernas, haciendo
caso omiso de los colores que desprendían nuestras almas impolutas. Soy todos
esos colores, mezclados en un sinfín de arroyuelos que se cuelan por entre los
dedos de los incrédulos. Soy el deseo oculto de tocarte, tocarme y por un
momento olvidarnos de que, al salir a la calle, lo que tengamos encima dice más
de nosotros que cualquier otra cosa. Soy los corazones que, a pesar de la
terrible existencia que es la vida, decidieron que no les importaba morir en un
mundo que no los quería y prefirieron renacer, de todos colores pintades, al
infinito de luces destellantes y oscuridades de rebeldía.
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